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lunes, 30 de mayo de 2011

Un ebook recomendado: “Carmela Mela La Caramela”

Capitulo II


La salida prevista para el viaje se concretó un Viernes, y el conductor del bus escalera que llegó hasta el tope de gentes conocidas, no tuvo ningún reparo para amontonar a la familia con su trasteo e ir encaramando más y más personas a medida que descendía, sin que se escuchara la menor protesta, habituados a esa perniciosa costumbre por fuerza de la necesidad.

Apretujados con variados productos: sacos de café, frijol, maíz, yucas, arracachas, racimos de plátanos, delicadas frutas; amasijados con cebollas, repollos, quesos y aves, se mezclaron los olores del campo con tufaradas de almizcles envueltos en ruanas, arropados en abrigos y cubiertos con sombreros, que se alborotaban en aromas y demás vapores que enrarecían y molestaban el olfato de la niña, que no encontraba por dónde esconder o sacar su sensible nariz.

Las bulliciosas ilusiones de los campesinos en espera de buenos precios para sus mercados y las hablantinerías sobre novedades ocurridas en el transcurso de la semana, se confundían en comentarios y expresiones de pesar por la inconveniencia y el perjuicio que causaba el viaje de familias que se iban desgajando de raíz de sus lugares nativos.

Eran como las cinco de la tarde cuando el bus, en su retardado viaje con la lentitud de pare y siga, llegó a su destino.

El destartalado vehículo, quejumbroso, de latas desajustadas y roídas por el tiempo, guijarrosos senderos y breñales, se había desplazado dando tumbos por el abrupto camino, amenazando con dejarlos abandonados a su suerte, con la expectativa del porvenir frenada en los vericuetos de esos azares.

Después de recorrer el largo trayecto en declive, una caudalosa quebrada marcó el límite que dejaba atrás las encumbradas lomas.

Vadeando la corriente y salvando un empinado desnivel del terreno, apareció de repente la planicie tapizada de verdor y poblada de reses cuya presencia se anunció con un vaho de ganado lechero que perfumó el ambiente saturado de los apestosos olores que venía aspirando Carmelita, quien no perdía ningún detalle del accidentado recorrido y que le hizo exclamar aliviada.

- ¡Por fin! - cuando alguien dijo:

- ¡Hasta aquí los trajo el río!

Cruzaron un pequeño riachuelo que advirtió la cercanía a la meta del viaje, casi una legua antes de entrar al poblado, luego se desviaron, precisamente frente al tercer río que había contado la niña. Se adentraron por un estrecho y corto callejón cercado de alambres, en el que se entrelazaban yerbas, plantas y enredaderas de florecitas blancas, moradas y amarillas, para separar un potrero de suave y ondulado terreno poblado de frondosos árboles que extasiaron su mirada.

Cuando se detuvieron frente a la escuela, el conductor, su ayudante y unos cuantos voluntarios bajaron rápidamente los chécheres maltrechos y gastados que constituían las escasas pertenencias, que como muebles usaba la familia.

La diligencia de tantas manos, contribuyó a hacer menos dura la despedida de Laura, que amonestada por un indelicado pitazo, interrumpió los abrazos que daban por concluido el nostálgico adiós.

La natural novelería por la llegada de la nueva familia no se hizo esperar, y con el pretexto de darle la bienvenida, salieron casi todas las vecinas a presenciar el acontecimiento, a saludar, a ponerse a sus órdenes y tener un motivo de conversación y chismorreo que les distrajera la atención por algunos días.

En la esquina de la escuela, se apostó la vieja más fea que Carmelita hubiera visto en sus cortos años. Morena, alta y desgarbada, cubría su cabeza con un sombrero de paja del que se escapaba una trenza destejida de greñas entrecanas. Apretaba la sonrisa con sus dientes desnivelados que le torcían la boca, achicando de paso, la mirada del ojo izquierdo, perdido en remangado párpado.

Su falda ancha de florones colorados, llegaba a la mitad de unas zancas palilludas y parecía pronta a levantar el vuelo.

Cargaba un perro de pelos largos y mugrientos, cuya suciedad ocultaba su blancura original. El animal era objeto de sus esmerados cuidados y mientras observaba la escena del rápido descargue de corotos pobres, le sacaba pulgas, sin inmutarse por la repugnancia que despertaba en los presentes.

Carmelita, que vivía como en un cuento fantástico en su pequeño mundo infantil, dominado por el influjo de lo maravilloso, prontamente la identificó como la maléfica bruja que hizo dormir a la princesa Aurora por cien largos años.
Esta estremecedora visión la hizo salir despavorida, sintiéndose observada, y en su alocada carrera, mirando hacia atrás para cerciorarse que no la persiguiera, para hechizarla con el extravío de su ojo izquierdo, se enredó con una carreta que venía empujando un muchacho, el cual al verla por el suelo, echó a reír en sonoras carcajadas burlonas que incomodaron a la pequeña, a quien solo se le ocurrió decir.

- ¡Fíjese por donde camina!

Parado con su armatoste al hombro, hecho de una guadua que terminaba en un gran carreto, formado por dos ruedas de madera y un palo atravesado en forma de cruz que le servía de manivela, cruzó el pie derecho en punta por encima del izquierdo y sobre el travesaño de su elemental artefacto objeto de juegos y trabajo, dobló los brazos para apoyar la barbilla y con aires de hombre adulto, asumió una pose de sobradora petulancia para discutir con la niña.

- ¡Pues sí! No ve que la que no se fija es usted. Uno tiene que caminar mirando para adelante, niña.

- Voy a decirle a Laura - gimoteó amenazante Carmelita.

- ¡Dígale a la tal Laura! ¡Mire cómo tiemblo! - y empezó a mover las manos y el cuerpo con animada risa, fingiendo una nerviosa convulsión.

- Pues pa´ que sepa, repuso la niña, Laura es la maestra.


- Lo voy a hacer castigar.

- ¡Uuujm! ¿Yo acaso estoy en la escuela?

- Mentiroso, todos los niños van a la escuela.

- Si, pero yo no voy a volver, porque a mi no me gustan las escuelas, ni los maestros enojones que me hacen perder los exámenes. A mi lo que me gusta es trabajar y tener plata pa´ gastar y comprarme una bicicleta.

- Pues Laura va a ir a su casa para que lo entren a estudiar- enfatizó Carmela, convencida, que la escuela se había hecho para que los niños se conocieran, jugaran, la pasaran entretenidos y enterados de los sucesos de los pueblos y la vida de los vecinos, como ella, que por tener esa institución como casa, vivía muy a gusto en tan privilegiado lugar.

Le parecía un despropósito oír al niño calificar de enojones a los profesores, que ella concebía amables y comprensivos como Laura, la única maestra que hasta la presente había tenido y que enseñaba sumas, restas, las tablas de multiplicar, canciones, juegos, cuentos, historias y las cosas que los niños aprendían.

En medio de la porfiada contradicción, viendo que la niña no se levantaba rápido, el muchacho descargó la carreta a un lado para ayudarla, pero ella le retiró la mano con repelente palmada, manifestando la molestia con una mirada de disgusto.

Haciendo caso omiso, el chico la tomó de su delgado brazo, obligándola a ponerse en pie y al notar que cojeaba un poco, le preguntó con gesto preocupado si se había lastimado mucho.

Carmela, que en casos de golpes, peleas y demás tropezones contra el mundo no daba quejas, porque sabía que a cambio de un consuelo recibía reprimendas y censuras, seguidas de la acusación “¡Eso te pasa por estar neciando!” fingiéndose valiente, no lloró y dijo que nada le dolía, aunque tenía lastimada una rodilla.

Increpándose una a otro reanudaron el debate, que fue suavizándose a medida que se culpaban y se objetaban. Consciente el muchacho que la niña era extraña en el lugar y no conocía nada ni a nadie, la invitó a seguirlo, para mostrarle donde podía limpiarse la sangre, que en hilitos manaba de la rodilla, se deslizaba por la pierna y manchaba sus medias blancas.

Acompañados con el golpeteo de los tarros al chocarse unos contra otros, anduvieron un corto trecho, conversando con el lenguaje simpático de la mayoría de los niños, hasta llegar a una acequia grande, que se deslizaba por debajo de un angosto puentecito, que daba paso al camino.

La copiosa agua cristalina, embellecía y daba un fresco verdor al paraje e hizo olvidar completamente a Carmelita, las impertinencias del muchacho, admirando lo que nunca había visto en la fría montaña: Niños solos, bañando y jugando en la corriente, sin nadie que los cuidara y ya entrado el anochecer.

Para seguir adelante con esta historia, acercate a la Libreria Norma o a Todoebook y llevate tu ejemplar.

NOOK actualiza su dispositivo de lectura digital

Barnes & Noble una de las principales tiendas de libros electrónicos en Estados Unidos, ha lanzado la nueva versión de lector de libros electrónicos Nook, el Nook Touch, que incorpora la nueva pantalla Pearl de la empresa E-Ink, táctil, de 6 pulgadas.

En este modelo desaparece la pequeña pantalla inferior de LCD de su predecesor Nook Color.

El dispositivo, que pesa sólo 210 gramos, opera con sistema Android 2.1, y es compatible con los formatos ePub y PDF. Incorpora funcionalidades para tomar notas, compartir lecturas a partir de la red social Nook Friends y préstamo de libros. Mediante conectividad wi-fi (pero no 3G), permite a los usuarios estadounidenses el acceso directo a la librería de Barnes & Noble. Puede llegar a almacenar cerca de 1.000 libros con una memoria de 2GB, que se puede ampliar hasta los 32 GB mediante tarjetas microSD. Nook Touch se vende al precio de 139 $ y, de momento, sólo se comercializa en EEUU.

Tomado de: ediciona

viernes, 27 de mayo de 2011

Un cuento para el FDS

Howard Phillips Lovecraft (1890 – 1937) fue autor de novelas y relatos de terror y ciencia ficción. Es considerado un gran innovador del cuento de terror, al que aportó una mitología propia (los mitos de Cthulhu), desarrollada en colaboración con otros autores y aún vigente. Su obra constituye un clásico del terror cósmico materialista, una corriente que se aparta de la temática tradicional del terror sobrenatural (satanismo, fantasmas), incorporando elementos de ciencia ficción (razas alienígenas, viajes en el tiempo, existencia de otras dimensiones). Cultivó también la poesía, el ensayo y la literatura epistolar.


POLARIS
El resplandor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi cámara. Allí brilla durante todas las horas espantosas de negrura. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte gimen y maldicen, y los árboles del pantano, con las hojas rojizas, susurran cosas en las primeras horas de la madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento junto a la ventana y contemplo esa estrella. En lo alto tiembla reluciente Casiopea, hora tras hora, mientras la Osa Mayor se eleva pesadamente por detrás de esos árboles empapados de vapor que el viento de la noche balancea. Antes de romper el día, Arcturus parpadea rojozo por encima del cementerio de la loma, y la Cabellera de Berenice resplandece espectral allá, en el oriente misterioso; pero la Estrella Polar sigue mirando con recelo, fija en el mismo punto de la negra bóveda, parpadeando espantosamente como un ojo insensato y vigilante que pugna por transmitir algún extraño mensaje, aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir. Sin embargo, cuando el cielo se nubla, consigo conciliar el sueño.

Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los horribles centelleos de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las nubes, y luego el sueño.

Y bajo una luna menguante y cornuda, vi la ciudad por primera vez. Se asentaba, callada y soñolienta, sobre una meseta que se alzaba en una depresión entre extraños picos. Sus murallas eran de horrible mármol, al igual que sus torres, columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles había columnas de mármol en cuya parte superior se alzaban esculpidas imágenes de hombres graves y barbados. El aire era cálido y manso. Y en lo alto, apenas a diez grados del cénit, brillaba vigilante esa Estrella Polar.

Mucho tiempo estuve contemplando la ciudad sin que llegara el día.

Cuando el rojo Aldebarán, que parpadea a baja altura sin ponerse, llevaba ya hecho un cuarto de su camino por el horizonte, vi luz y movimiento en las casas y las calles. Formas extrañamente vestidas, a un tiempo nobles y familiares, deambulaban bajo la luna menguante y cornuda; los hombres hablaban sabiamente en una lengua que yo entendía, si bien era distinta de la que conocía. Y cuando el rojo Aldebarán hubo recorrido más de la mitad de su trayecto, volvió el silencio y la oscuridad.

Al despertar ya no fui el de antes. Había quedado grabada en mi memoria la visión de la ciudad, y en mi alma había despertado un recuerdo brumoso, de cuya naturaleza no estaba entonces seguro. Después, en las noches de cielo nublado en que podía dormir, vi con frecuencia la ciudad; unas veces bajo los rayos cálidos y dorados de un sol que nunca se ponía y giraba alrededor del horizonte. Y en las noches claras, la Estrella Polar miraba de soslayo como no lo había hecho nunca.

Gradualmente, empecé a preguntarme cuál podía ser mi sitio en aquella ciudad de la extraña meseta entre extraños picos. Contento al principio de contemplar el paisaje como una presencia incorpórea que todo lo obsevaba, deseé luego definir mi relación con ella, y hablar con los hombres graves que a diario discutían en las plazas. Me dije a mí mismo: "Esto no es un sueño; pues, ¿por qué medio puedo probar que es más real esa otra vida de las casas de piedra y ladrillo, al sur del siniestro pantano y del cementerio de la loma, donde cada noche la Estrella Polar atisba furtiva por mi ventana?".

Una noche, mientras escuchaba el discurso en la gran plaza de numerosas estatuas, experimenté un cambio, y noté que al fin tenia forma corporal.

Pero no era un extraño en las calles de Olathoe, la ciudad de la meseta de Sarkia, situada entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su discurso era grato a mi alma, ya que era el discurso del hombre sincero y del patriota. Esa noche tuve noticia de la caída de Daikos y del avance de los inutos, demonios achaparrados, amarillos y horribles que cinco años antes habían surgido del desconocido occidente para asolar los confines de nuestro reino y sitiar muchas de nuestras ciudades. Una vez tomadas las plazas fortificadas al pie de las montañas, su camino quedaba ahora expedito hacia la meseta, a menos que cada ciudadano resistiese con la fuerza de diez hombres. Pues las rechonchas criaturas eran poderosas en las artes de la guerra, y no conocían aquellos escrúpulos de honor que impedían a nuestros hombres altos y de ojos grises, habitantes de Lomar, emprender una conquista despiadada.

Mi amigo Alos mandaba todas las fuerzas de la meseta, y en él se cifraba la última esperanza de nuestro país. En este momento, hablaba de los peligros que había que afrontar, y exhortaba a los hombres de Olathoe, los más bravos de los lomarianos, a perpetuar la tradición de sus antepasados, quienes al verse obligados a abandonar Zobna y desplazarse hacia el sur ante el avance de los hielos (incluso nuestros descendientes tendrán que dejar un día las tierras de Lomar), barrieron gallarda y victoriosamente a los gnophkehs, caníbales belludos y de largos brazos que se oponían a su paso. Alos me había rechazado como guerrero, ya que era débil y propenso a extraños desmayos cuando me sometía a la fatiga y al esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de las largas horas que yo dedicaba cada día al estudio de los manuscritos Pnakóticos y del saber de los Padres Zbanarianos; de modo que mi amigo, no queriendo condenarme a la inacción, me concedió el penúltimo deber en importancia: me envió a la atalaya de Thapnen para hacer allá de ojos de nuestro ejercito. En caso de que los inutos intentasen conquistar la ciudadela por el estrecho paso que hay detrás del pico de Noth, y sorprender por allí a la guarnición, yo debía encender la señal de fuego que advertía a los soldados que aguardaban, y salvar la ciudad de su inmediata destrucción.

Subí solo a la torre, ya que los hombres fuertes eran todos necesarios abajo en los desfiladeros. Tenía el cerebro dolorosamente embotado por la excitación y el cansancio, ya que no había dormido desde hacía muchos días; pero mi resolución era firme, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la marmórea ciudad de Olathoe, situada entre los picos Noton y Kadiphonek.

Pero cuando estaba en la camara más alta de la torre, percibí la luna roja, siniestra, menguante, cornuda, temblando entre los vapores que flotaban sobre el lejano valle de Banof. Y a través de su abertura del techo brilló la pálida Estrella Polar, parpadeando como si estuviera viva, y mirando furtiva como un demonio de tentación. Creo que su espíritu me susurró consejos malvados, sumiéndome en traidora somnolencia con una rítmica y condenable promesa que repetía una y otra vez: "Duerme, vigía, hasta que las esferas Giren veintiséis mil años Y yo regrese Al lugar donde ahora ardo.

Después, otros astros surgirán En el eje de los cielos Atros que sosieguen, astros que bendigan Sólo cuando mi órbita concluya Turbará el pasado tu puerta".

En vano traté de vencer mi somnolencia, intentando relacionar estas extrañas palabras con alguno de los saberes celestes que yo había aprendido en los manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, pesada y vacilante, se dobló sobre mi pecho; y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar sonreía burlonamente a través de una ventana, por encima de los horribles y agitados árboles de un pantano soñado. Y aún continúo soñando.

En mi vergüenza y desesperación, grito a veces frenéticamente, suplicando a las criaturas soñadas de mi alrededor que me despierten, no vaya a ser que los inutos suban furtivamente por detrás del pico de Noton y tomen la ciudadela por sorpresa; pero estas criaturas son demonios: se ríen de mí y me dicen que no sueño. Se burlan mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos achaparrados y amarillos se estén acercando a nosotros con sigilo. He faltado a mi deber y he traicionado a la marmórea ciudad de Olathoe. He sido desleal a Alos, mi amigo y capitán. Sin embargo, estas sombras de mis sueños se burlan de mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar, salvo en mis nocturnos desvaríos; que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y donde el rojo Aldebarán se arrastra lentamente por el horizonte, no ha habido otra cosa que hielo y nieve durante milenios, ni otros hombres que esas criaturas rechonchas y amarillas, marchitas por el frío, que se llaman "esquimales".

Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar a la ciudad cuyo peligro aumenta a cada instante, y lucho en vano por liberarme de esta pesadilla en la que parece que estoy en una casa de piedra y de ladrillos, al sur de un siniestro pantano y un cementerio en lo alto de una loma, la Estrella Polar, perversa y monstruosa, mora desde la negra bóveda y parpadea horriblemente como un ojo insensato que pugna por transmitir algún mensaje; aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir.

miércoles, 25 de mayo de 2011

E-books superan en ventas a libros impresos


Esta semana la tienda la librería digital mas grande del mercado, Amazon, anunció un importante dato para el mundo de los ebooks, pues de acuerdo con sus datos de ventas, las estadísticas afirman que de cada 100 libros impresos vendidos en Amazon.com, se vendieron 105 libros digitales logrando mostrar los adelantos de mercado que ha conseguido este nuevo formato.Aunque la distancia en ventas entre los dos productos aun es mínima, ya deja entre ver el brillante futuro que esta alcanzando, a pasos agigantados, este nuevo formato. 

Una de las razones del éxito de Amazon en la comercialización de libros digitales es que aunque cuenta con su propio dispositivo de lectura, el Kindle, los libros comercializados en su portal son compatibles con otros tipos de lectores distribuyendo así, contenidos para iPad o iPhone, teléfonos inteligentes y Android Tablet PC, así como una versión reciente para la “web” que puede examinarse desde cualquier ordenador o navegador habilitado.

Por supuesto los datos se refieren al mercado de Estados Unidos y no se han contrastado con los resultados de venta en otras partes del mundo.

lunes, 23 de mayo de 2011

Un adelanto de Carmela

Despues de mucho anunciarla ya está disponible para todos nuestros lectores la nueva novela "Carmela Mela La Caramela" de la escritora colombiana Haydée Rivera. A continuación los dejamos con un abrebocas de esta obra narrativa del costumbrismo colombiano. Esperamos tus comentarios y apreciaciones.


A sus escasos ocho años y sin pleno uso de razón, nada sabía Carmelita sobre pronósticos astrológicos, observaciones astronómicas, descubrimientos de leyes y teorías científicas que rigen el universo, los astros y su convulsionado planeta.

Ignoraba por completo las influencias de la gravitación, la atmósfera, la refracción de la luz y mucho menos sabía de radiaciones, insolaciones nocivas a la piel y los cuidados para protegerse de la lluvia, el frío y el sereno.

Lo más próximo a los saberes que podía alcanzar, en esos inhóspitos parajes de la lejana montaña donde vivía, olvidados de la civilización y del Gobierno, era el almanaque Bristol.

Oía que este pintoresco folleto era consultado por los abuelos y viejos campesinos para sembrar al ritmo de la luna en sus erráticos novilunios y para determinar los hechiceros plenilunios a los que atribuían poderes mágicos, perturbadores de la naturaleza y las facultades mentales de personas motejadas como lunáticas, victimas de ese noctámbulo satélite.

Por eso, mirar al cielo era para ella un juego sencillo y usualmente entretenido que le ofrecía noches y días con sus infinitos y vertiginosos cambios de paisajes y fenómenos multicolores que la ensimismaban en recorridos sin descanso por inmensos y difusos laberintos siderales.

Acostada en el mullido césped del patio de la escuela donde residía se escapaba hasta esos encumbrados parajes.

Se imaginaba vestida con tules y gasas de las veladas nubes, ataviada con blancos y deslumbrantes cúmulos, girar envuelta en deshilachados mantos, engalanada con los oscuros nimbos que presagiaban los inviernos y deslizándose por el arco iris para traer al campo la alegría en finas gotitas de lluvia, en intensos chubascos o fuertes chaparrones.

Justamente por eso, lo primero que observó en el pueblo donde llegaba la familia, empujada por ircunstancias incomprensibles a su candoroso discernimiento, fue el firmamento claro y despejado de un nuevo clima acariciadoramente tibio a la piel erizada y aterida de los días ordinariamente lluviosos y helados de la cordillera.

Le pareció como si hubieran llegado a un pueblo devoto del sol y estuvieran entrando en un templo indígena, a reverenciar los prodigios del astro rey.

Para seguir adelante con esta historia, acercate a la Libreria Norma o a Todoebook y llevate tu ejemplar.