Buscar este blog

jueves, 23 de junio de 2011

¿Quieres tener un ejemplar de cortesía de nuestras obras?


En busca de lograr una mayor difusión de nuestras obras y de establecer un vínculo más cercano con nuestros lectores habituales e-ditorial 531 está organizando un concurso que te permitirá tener de manera gratuita un ejemplar digital de nuestras últimas obras publicadas "Lucio Colombo. Una Noche" y "Carmela Mela La Caramela". Que debes hacer para obtenerlas?

  1. Publica en tu blog una reseña de no menos de 500 caracteres sobre una de las dos obras.
  2. Incluye en la nota  un vínculo a uno de los puntos de venta, un vínculo a nuestro blog y un vínculo a la previsualización que tenemos disponible en ediciona.
  3. Incluye una imagen permanente de la obra, que vincule a un punto de venta.
  4. Hazte seguidor de nuestro blog y da click en "me gusta" en la pagina de faebook de nuestra editorial.
Cuando hayas realizado estos pequeños pasos, envíanos un correo electrónico a info@editorial531.com y a vuelta de correo recibirás tu ejemplar de cortesía.

Si necesitas información adicional no dudes en comunicarte con nosotros.

sábado, 18 de junio de 2011

Un cuento para el FDS

Charles John Huffam Dickens (1812 –1870) fue un famoso novelista inglés, uno de los más conocidos de la literatura universal, y el principal de la era victoriana. Fue maestro del género narrativo, al que imprimió ciertas dosis de humor e ironía, practicando a la vez una aguda crítica social. En su obra destacan las descripciones de gente y lugares, tanto reales como imaginarios. Utilizó en ocasiones el seudónimo Boz.

Sus novelas y relatos cortos disfrutaron de gran popularidad en vida del escritor, y aún hoy se editan continuamente. Dickens escribió novelas por entregas, el formato usual en la ficción en su época, por la simple razón de que no todo el mundo poseía los recursos económicos necesarios para comprar un libro, y cada nueva entrega de sus historias era esperada con gran entusiasmo por sus lectores, nacionales e internacionales. Dickens fue y sigue siendo venerado como un ídolo literario por escritores de todo el mundo.

Confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II
Charles Dickens


Tenía el grado de teniente en el ejército de Su Majestad y serví en el extranjero en las campañas de 1677 y 1678. Concluido el tratado de Nimega, regresé a casa y, abandonando el servicio militar, me retiré a una pequeña propiedad situada a escasos kilómetros al este de Londres, que había adquirido recientemente por derechos de mi esposa.

Ésta será la última noche de mi vida, por lo que expresaré toda la verdad sin disfraz alguno. Nunca fui un hombre valiente, y siempre, desde mi niñez, tuve una naturaleza desconfiada, reservada y hosca. Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el mundo, pues mientras escribo esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en el libro negro de la muerte.

Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano contrajo una enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor alguno, pues casi no nos habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él era un hombre generoso y de corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más satisfecho de la vida y en general amado. Los que por ser amigos suyos quisieron conocerme en el extranjero o en nuestro país, raras veces seguían viéndome mucho tiempo, y solían decir en nuestra primera conversación que se sorprendían de encontrar dos hermanos que fueran tan distintos en sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a provocar esa declaración, pues sabía las comparaciones que iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi corazón una enconada envidia, trataba de justificarla ante mí mismo.

Nos habíamos casado con dos hermanas. Este vínculo adicional entre nosotros, tal como lo considerarían algunos, en realidad sirvió sólo para apartarnos más. Su esposa me conocía bien. Nunca, estando ella presente, mostré mis celos o rencores secretos, pero aquella mujer los conocía tan bien como yo. Nunca, en aquellos momentos, levanté mi vista sin encontrar la suya fija en mí; nunca miré al suelo o hacia otra parte sin tener la sensación de que seguía vigilándome. Para mí era un alivio inexpresable cuando disputábamos, y fue un alivio todavía mayor cuando, encontrándome en el extranjero, me enteré de que había muerto. Tengo ahora la sensación de que era como si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de lo que ha sucedido desde entonces. Tenía miedo de ella, me obsesionaba; su mirada fija vuelve ahora hacia mí como el recuerdo de un sueño oscuro, haciendo que se enfríe mi sangre.

Ella murió poco después de dar a luz a un hijo, un niño. Cuando mi hermano supo que había perdido toda esperanza de recuperación en su propia enfermedad, llamó a mi esposa junto a su lecho y confió el huérfano a su protección, un niño de cuatro años. Legó al niño todas las propiedades que tenía y escribió en el testamento que, en caso de que muriera su hijo, las propiedades pasaran a mi esposa como único reconocimiento que podía hacerle de sus cuidados y amor. Cambió conmigo unas cuantas palabras fraternales, deplorando nuestra prolongada separación y, hallándose agotado, se hundió en un sueño del que nunca despertó.

Nosotros no teníamos hijos, y como entre las hermanas había existido un afecto profundo, y mi esposa había ocupado casi el lugar de una madre para aquel muchacho, lo amaba como si ella misma lo hubiera tenido. El niño estaba muy unido a ella, pero era la imagen de su madre tanto en el rostro como en el espíritu, y desconfió siempre de mí.

No puedo precisar la fecha en la que tuve por primera vez aquella sensación, pero sé que muy poco después empecé a sentirme inquieto cuando estaba junto a aquel niño. Siempre que salía de mis melancólicos pensamientos, lo encontraba mirándome con fijeza, pero no con esa simple curiosidad infantil, sino con algo que contenía el propósito y el significado que con tanta frecuencia había observado yo en su madre. No se trataba de un resultado de mi fantasía, basado en el gran parecido que tenía con ella en los rasgos y la expresión. Jamás lo sorprendí con la mirada baja. Me tenía miedo, pero al mismo tiempo parecía despreciarme instintivamente; y aunque retrocediera ante mi mirada, tal como solía hacer cuando estábamos a solas, aproximándose a la puerta seguía manteniendo fijos en mí sus ojos brillantes.

Es posible que me esté ocultando a mí mismo la verdad, pero no creo que cuando comenzó todo aquello hubiera pensado yo en hacerle mal alguno. Quizá considerara lo bien que nos vendría su herencia, y hasta puede que deseara su muerte, pero creo que jamás pensé en lograrla por mis propios medios. La idea no me llegó de repente, sino poco a poco, presentándose al principio con una forma difusa, como a gran distancia, de la misma manera que los hombres pueden pensar en un terremoto, o en el último día de su vida, que luego se va acercando más y más, perdiendo con ello parte de su horror e improbabilidad, y luego toma carne y hueso; o mejor dicho, se convierte en la sustancia y la suma total de todos mis pensamientos diarios y en una cuestión de medios y de seguridad; ya no existe el planteamiento de cometer o no el hecho.

Mientras todo aquello sucedía en mi interior, no podía soportar que el niño me viera mientras yo lo miraba, pero una fascinación me arrastraba a contemplar su cuerpo ligero y frágil pensando en lo fácil que me resultaría hacerlo. A veces me deslizaba escaleras arriba y lo observaba mientras dormía, pero lo más habitual era que rondara por el jardín cerca de la ventana de la habitación en la que se hallaba inclinado realizando sus tareas, y allí, mientras él permanecía sentado en una silla baja al lado de mi esposa, yo lo miraba durante horas escondido detrás de un árbol: escondiéndome y sorprendiéndome, como el infeliz culpable que era, ante el menor ruido provocado por una hoja, pero volviendo a mirar de nuevo.

Muy próxima a nuestra casa, pero lejos de nuestra vista, y también de nuestro oído en cuanto el viento se agitara mínimamente, había una extensión profunda de agua. Empleé varios días en dar forma con mi navaja a un tosco modelo de bote, que por fin terminé y dejé donde el niño pudiera encontrarlo. Me oculté entonces en un lugar secreto por el que tendría que pasar si se escapaba a solas para hacer navegar el juguetito, y aguardé allí su llegada. No llegó ni ese día ni al siguiente, aunque esperé desde el mediodía hasta la caída de la noche. Estaba convencido de haberlo apresado en mi red, pues lo oí hablar del juguete, y sé que, en su placer infantil, lo guardaba a su lado en la cama. No sentía cansancio ni fatiga, sino que esperaba pacientemente, y al tercer día pasó junto a mí corriendo gozosamente con sus cabellos sedosos al viento y cantando, que Dios se apiade de mí, cantando una alegre balada cuyas palabras apenas podía cecear.

Me deslicé tras él ocultándome en unos matorrales que crecían allí y sólo el diablo sabe con qué terror yo, un hombre hecho y derecho, seguía los pasos de aquel niño que se aproximaba a la orilla de agua. Estaba ya junto a él, había agachado una rodilla y levantado una mano para empujarlo, cuando vi una sombra en la corriente y me di la vuelta.

El fantasma de su madre me miraba desde los ojos del niño. El sol salió de detrás de una nube: brillaba en el cielo, en la tierra, en el agua clara y en las gotas centelleantes de lluvia que había sobre las hojas. Había ojos por todas partes. El inmenso universo completo de luz estaba allí para presenciar el asesinato. No sé lo que dijo; procedía de una sangre valiente y varonil, y a pesar de ser un niño no se acobardó ni trató de halagarme. No le oí decir entre lloros que trataría de amarme, ni le vi corriendo de vuelta a casa. Lo siguiente que recuerdo fue la espada en mi mano y al muerto a mis pies con manchas de sangre de las cuchilladas aquí y allá, pero en nada diferente del cuerpo que había contemplado mientras dormía... estaba, además, en la misma actitud, con la mejilla apoyada sobre su manecita.

Lo tomé en los brazos, con gran suavidad ahora que estaba muerto, y lo llevé hasta una espesura. Aquel día mi esposa había salido de casa y no regresaría hasta el día siguiente. La ventana de nuestro dormitorio, el único que había en ese lado de la casa, estaba sólo a escasos metros del suelo, por lo que decidí bajar por ella durante la noche y enterrarlo en el jardín. No pensé que había fracasado en mi propósito, ni que dragarían el agua sin encontrar nada, ni que el dinero debería aguardar ahora por cuanto yo tenía que dar a entender que el niño se había perdido, o lo habían raptado. Todos mis pensamientos se concentraban en la necesidad absorbente de ocultar lo que había hecho.

No existe lengua humana capaz de expresar, ni mente de hombre capaz de concebir, cómo me sentí cuando vinieron a decirme que el niño se había perdido, cuando ordené buscarlo en todas las direcciones, cuando me aferraba tembloroso a cada uno de los que se acercaban. Lo enterré aquella noche. Cuando separé los matorrales y miré en la oscura espesura vi sobre el niño asesinado una luciérnaga, que brillaba come el espíritu visible de Dios. Miré a su tumba cuando lo coloqué allí y seguía brillando sobre su pecho: un ojo de fuego que miraba hacia el cielo suplicando a las estrellas que observaran mi trabajo.

Tuve que ir a recibir a mi esposa y darle la noticia, dándole también la esperanza de que el niño fuera encontrado pronto. Supongo que todo aquello lo hice con apariencia de sinceridad, pues nadie sospechó de mí. Hecho aquello, me senté junto a la ventana del dormitorio el día entero observando el lugar en el que se ocultaba el terrible secreto.

Era un trozo de terreno que había cavado para replantarlo con hierba, y que había elegido porque resultaba menos probable que los rastros del azadón llamaran la atención. Los trabajadores que sembraban la hierba debieron pensar que estaba loco. Continuamente les decía que aceleraran el trabajo, salía fuera y trabajaba con ellos, pisaba la hierba con los pies y les metía prisa con gestos frenéticos. Terminaron la tarea antes de la noche y entonces me consideré relativamente a salvo.

Dormí no como los hombres que despiertan alegres y físicamente recuperados, pero dormí, pasando de unos sueños vagos y sombríos en los que era perseguido a visiones de una parcela de hierba, a través de la cual brotaba ahora una mano, luego un pie, y luego la cabeza. En esos momentos siempre despertaba y me acercaba a la ventana para asegurarme de que aquello no fuera cierto. Después, volvía a meterme en la cama; y así pasé la noche entre sobresaltos, levantándome y acostándome más de veinte veces, y teniendo el mismo sueño una y otra vez, lo que era mucho peor que estar despierto, pues cada sueño significaba una noche entera de sufrimiento. Una vez pensé que el niño estaba vivo y que nunca había tratado de asesinarlo. Despertar de ese sueño significó el mayor dolor de todos.

Volví a sentarme junto a la ventana al día siguiente, sin apartar nunca la mirada del lugar que, aunque cubierto por la hierba, resultaba tan evidente para mí, en su forma, su tamaño, su profundidad y sus bordes mellados, como si hubiera estado abierto a la luz del día. Cuando un criado pasó por encima creí que podría hundirse.

Una vez que hubo pasado miré para comprobar que sus pies no hubieran deshecho los bordes. Si un pájaro se posaba allí me aterraba pensar que por alguna intervención extraña fuera decisivo para provocar el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por encima, a mí me susurraba la palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara, por ordinario o poco importante que fuera, que no me aterrara. Y en ese estado de vigilancia incesante pasé tres días.

Al cuarto día llegó hasta mi puerta un hombre que había servido conmigo en el extranjero, acompañado por un hermano suyo, oficial, a quien nunca había visto. Sentí que no podría soportar dejar de contemplar la parcela. Era una tarde de verano y pedí a los criados que sacaran al jardín una mesa y una botella de vino. Me senté entonces, colocando la silla sobre la tumba, y tranquilo, con la seguridad que nadie podría turbarla ahora sin mi conocimiento, intenté beber y charlar.

Ellos me desearon que mi esposa se encontrara bien, que no se viera obligada a guardar cama; esperaban no haberla asustado. ¿Qué podía decirles, con lengua titubeante, acerca del niño? El oficial al que no conocía era un hombre tímido que mantenía la vista en el suelo mientras yo hablaba ¡Incluso eso me aterraba! No podía apartar de mí idea de que había visto allí algo que le hacía sospechar la verdad. Precipitadamente le pregunté si suponía que... pero me detuve.

-¿Que el niño ha sido asesinado? -contestó mirándome amablemente-. ¡Oh, no! ¿Qué puede ganar un hombre asesinando a un pobre niño?

Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar un hombre con tal hecho, pero mantuve la tranquilidad, aunque me recorrió un escalofrío.

Entendiendo equivocadamente mi emoción, ambos se esforzaron por darme ánimos con la esperanza de que con toda seguridad encontrarían niño -¡qué gran alegría significaba eso para mí!- cuando de pronto oímos un aullido bajo y profundo, y saltaron sobre el muro dos enormes perros que, dando botes por el jardín, repitieron los ladridos que ya habíamos oído.

-¡Son sabuesos! -gritaron mis visitantes.

¡No era necesario que me lo dijeran! Aunque en toda mi vida hubiera visto un perro de esa raza, supe lo que eran y para qué habían venido. Aferré los codos sobre la silla y ninguno de nosotros habló o se movió.

-Son de pura raza -comentó el hombre al que había conocido en el extranjero-. Sin duda no habían hecho suficiente ejercicio y se han escapado.

Tanto él como su amigo se dieron la vuelta para contemplar a los perros, que se movían incesantemente con el hocico pegado al suelo, corriendo de aquí para allá, de arriba abajo, dando vueltas en círculo, lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos la menor atención en todo el tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya habíamos oído, y acercando el hocico al suelo para rastrear ansiosamente aquí y allá. Empezaron de pronto a olisquear la tierra con mayor ansiedad que nunca, y aunque seguían igual de inquietos, ya no hacían recorridos tan amplios como al principio, sino que se mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia que había entre ellos y yo.

Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me hallaba y lanzaron una vez más su terrorífico aullido, tratando de desgarrar las patas de la silla que les impedía excavar el suelo. Pude ver mi aspecto en el rostro de los dos hombres que me acompañaban.

-Han olido alguna presa -dijeron los dos al unísono.

-¡No han olido nada! -grité yo.

-¡Por Dios, apártese! -dijo el conocido mío con gran preocupación-. Si no, van a despedazarle.

-¡Aunque me despedacen miembro a miembro no me apartaré de aquí! -grité yo-. ¿Acaso los perros van a precipitar a los hombres a una muerte vergonzosa? Ataquémosles con hachas, despedacémoslos.

-¡Aquí hay algún misterio extraño! -dijo el oficial al que yo no conocía, sacando la espada-. En el nombre del Rey Carlos, ayúdame a detener a este hombre.

Ambos saltaron sobre mí y me apartaron, aunque yo luché, mordiéndolos y golpeándolos como un loco. Al poco rato ambos me inmovilizaron, y vi a los coléricos perros abriendo la tierra y lanzándola al aire con las patas como si fuera agua.

¿He de contar algo más? Que caí de rodillas, y con un castañeteo de dientes confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han negado el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado por el crimen, me han encontrado culpable y sentenciado. No tengo valor para anticipar mi destino, o para enfrentarme varonilmente a él. No tengo compasión, ni consuelo, ni esperanza, ni amigo alguno. Felizmente, mi esposa ha perdido las facultades que le permitirían ser consciente de mi desgracia o de la suya. ¡Estoy solo en este calabozo de piedra con mi espíritu maligno, y moriré mañana!

viernes, 10 de junio de 2011

Un cuento para el FDS

Efraim Medina Reyes (Colombia, 1967) Escritor autor de las novelas Seis informes, Erase una vez el amor pero tuve que matarlo,  Sexualidad de la Pantera Rosa, Técnicas de masturbación entre Batman y Robin, la colección de poemas Pistoleros/Putas y Dementes (Greatest Hits) y el libro de relatos Cinema árbol. Entre sus influencias son notables el cine americano, el jazz y la obra del autor colombiano Andrés Caicedo

"Round midnight"
Round Midnight de Herbie Hancock, que si mal no recuerdo había sido el tema central de un film del mismo nombre y había Ganado el Óscar por la mejor canción, estaba sonando en la radio mientras Erica me chupaba (ssluurrrpp) y yo cogía la última curva en sostenido para enseguida explotar (plos, plos, plos). Ella retuvo el semen en la boca, fue hasta la mesa y lo depositó sin muchas consideraciones en un vaso: el semen resbaló por el borde hasta quedar amontonado en el fondo. No era más que un escupitajo beige. El órgano, perdida su bizarría, se escurrió entre mis piernas. Yo habría preferido tener una faena completa con Erica pero ella tenía un astuto razonamiento al respecto: No puedo dejar que me lo metas porque vivo con JC. Ahora, que si tú me lo pides, rompo con él y me mudo contigo. Había delineado cada palabra con su boquita de delfín encrespada deliciosamente. Le dije que no veía diferencia entre chupármelo y dejar que se lo metiera, al menos diferencias éticas. Ella encrespó su boquita para repetirme que chuparlo era un juego entre amigos pero lo otro sería traicionar a JC, a menos que yo le pidiera, etc, etc. Que Erica lo chupaba bien, era innegable, pero me moría de ganas por ensartarla, la pesca submarina era mi pasión.



Sin embargo, JC era mi mejor amigo y yo sabía cuánto amaba a Erica. No podía hacerle semejante jugada y, además, no estaba enamorado de ella, me gustaba y punto. El código ético de Erica prohibía también los besos apasionados y las caricias audaces (como tocarle las tetas o meterle el dedo en la vulva), pero no limitaba su desnudez: tenía la piel blanca y delicada como una pompa de jabón, las tetas pequeñas y algo más separadas de lo corriente, con diminutas pecas y pezones morenos. Era redondita y magra, tenía el vello púbico graciosamente recortado y se movía a sus anchas, segura de su encanto. Yo sabía que llevarme por el filo de la navaja la satisfacía: ver cómo se quebraba mi resistencia, cómo la hundía con gestos calculados que la práctica continua había hecho naturales. Desde mi perspectiva ella se equivocaba, esta vez había dado con la horma de su zapato. Claro está que Erica apenas había insinuado una parte mínima de su repertorio y las sorpresas podían llegar en cualquier instante (JC entrando con una pistola, un enano con un regalo-bomba, Fidel Castro en minifalda de cuero y patines), por eso no descuidaba la vigilancia. Ella siempre hablaba de juegos y trampas (yo no lograba desentrañar el propósito de aquel juego, pero sentía cómo se hinchaban mis pelotas). 


Erica fumaba sentada en el piso con la espalda recostada en la pared, afuera lloviznaba.


Levanté el vaso y observé el semen. —Todo lo que sale de mí termina yéndose por una cañería—ella me miró divertida—. El Señor de la Mierda no puede quejarse de mi aporte. Oye, Erica, ¿ya no quieres a JC? —Más que nunca. —Huuumm. —Huuumm, nada—se había levantado para tirar la pava de cigarrillo por la ventana y se quedó allí, mirando la lluvia. Sus nalgas me volvían loco, me hacían babear—. Deseo tener algo intenso contigo, eso no significa que tenga líos con JC, ambas cosas no están conectadas, llevo tres años con él y necesito un cambio. —¿Y JC qué piensa? —Eso es mi asunto: si tengo que romperle el corazón y todo lo que imaginas, lo haré. Pero no es lo que tienes en mente, JC va más lejos, no es el muchacho que conociste. 


Erica había estudiado filosofía, trabajaba con dos universidades y escribía para una prestigiosa revista. Su tema favorito era Derrida (su proyecto es hallar palabras que posean una fuerza al margen de nosotros y exhiban su propia contingencia). JC era profesional de comercio exterior. No estaban casados ni tenían hijos, compartían un bonito apartamento en un edificio al norte de la ciudad: allí estaría él, esperándola. En esta triste habitación ella hablaba de cosas tan serias como si se tratase de una clase de biología o la discusión por el precio de una mudanza, ¿quién diablos se pensaba que era? (La fantasía es una carta marcada, un puente entre el verdadero azar y la impotencia). Si apenas la conocía, si no era más que un escritor fracasado con ínfulas, un amigo de su marido (quien siempre había sido franco y útil para mí), para colmo feo, cascado y pobre como una rata, ¿qué se traía esta tipa desnuda y risueña, esta putica infeliz que encendía el cigarrillo con tamaña gracia, como si fuese un rito, por qué no me preguntaba lo que sentía por ella, por qué culo lo daba por descontado? —No valgo mierda, Erica. —Deja de adularte, cariño –caminó desde la ventana hasta un espejito colgado en la pared, se miró fugazmente y volvió a la ventana. Las diminutas pecas sobre su espalda parecían estrellas negras sobre una noche blanca. Su frescura me ponía nervioso, aspiraba el humo y soltaba círculos perfectos, no tenía ninguna prisa, estaba unida al espacio como si hubiese estado allí desde siempre—. Me gusta como escribes, tu vida misma, la manera de mirarme a escondidas de tu propia razón. 


Yo había llegado de Europa en un avión lechero seis meses atrás y lo primero que hice fue llamar a JC. Su madre me dijo que se había mudado aparte y me dio la dirección. Habían pasado casi cinco años desde la última vez que lo vi, había perdido cabello y ganado peso, el éxito lo había afectado un poco (el presidente me invita a jugar golf cada dos semanas, tengo que cambiar el auto, compré un terreno en una isla frente a Ciudad inmóvil, ah, ésta es mi bella mujer. No te ves bien Sergio, ¿qué pasa contigo?) Trabajaba para una firma japonesa y asesoraba al gobierno de vez en cuando. En términos generales su cariño por mí seguía intacto. Me invitó a quedarme unos días en su apartamento (hasta que consigas un buen lugar) y ambos fueron muy amables conmigo. Cuatro días después me mudé a este hoyo. —No tengo entereza ni pasión... Mi talento es más flaco que yo. Me rompo la espalda escribiendo porque no tengo otra salida, no hay aventura en mí ni nada que me importe. Nada. Mi intención era hacerle saber en su propio lenguaje que no contaba en mi vida pero no pareció hacerle efecto, siguió observando la lluvia y dándole forma a sus oscuros pensamientos, quieta, como si la realidad emanara de ella y los demás fuésemos conceptos flotantes, algo así había leído en uno de sus artículos. Dejé la cama y me situé a su lado. Era una lluvia menudita coloreada por el alumbrado público. Miré la gente abajo, sus abrigos y paraguas, su agitación y malgenio, sus temores. Y arriba nosotros, apoyados en el borde de la ventana: una mujer desnuda y una hombre alto y flaco, lleno de incertidumbre dentro de su vieja pijama. Ella se había metido en un silencio agudo. Él fluctuaba entre la ganancia y la pérdida, empecinado, mirón, torpe, repleto de dudas ante una circunstancia que rebasaba sus límites. —¿Qué piensas?—pregunta deslizando su mano dentro de la pijama y sobándome las nalgas. De repente mete su dedo en mi culo—.No te asustes, cariño. Puse mis manos sobre sus tetas y ella hundió más el dedo dentro de mí, la uña me rayo la carne, se me nubló la vista. Un gemido de perro escapó por mis labios, sentí odio y angustia. Ella sacó el dedo sucio de mierda y sangre y lo pasó por su vulva. Un hilo de sangre caliente salió por mi trasero. Sus ojos tenían un brillo demente. Me vibraba el órgano como si fuese a reventar. La cogí del pelo y traté de besarla, aplastó la pava encendida contra mi pecho, sentí el olor de la tela quemada y luego la carne, apreté su muñeca hasta que la soltó. La quemadura me produjo un dolor placentero, avivó mi deseo de hundirle mi picha enhiesta en el corazón. Había agarrado su otra muñeca y me frotaba contra ella, que sacudía la cabeza de un lado a otro para evitar el beso. El forcejeo nos había llevado al centro de la habitación. Desde el apartamento de enfrente un niño observaba la escena, ella no lo había visto. La solté. El niño no abandonó la vigilancia: a través de sus ojos vi a las dos feroces criaturas encerradas en aquella celda, sucias y heridas, dándose zarpazos y dentelladas: el macho jadeaba con los ojillos tristes y el deseo vivo a pesar de la vergüenza, la hembra temblaba por la furia y el deseo contenido. No parecían dispuestos a dejar la lucha, sólo estaban tomando aire y mirándose de hito con miradas distintas. —¿Sabes qué es lo triste?—se fijó en el niño, lo miró intensamente y él correspondió sin moverse. Por un instante estuve afuera, como un indolente espectador. Ella se cubrió las tetas y retrocedió un poco, el niño se movió con ella, buscando el ángulo de su ventana para seguir viéndola, ella se refugió en el rincón y escapó de su vista. El niño volvió a mí, me hizo un gesto obsceno y se retiró. Al instante vino una anciana y estiró la cortina, me pareció que se quedaba espiando detrás de la tela.—. Me enamoré de ti enseguida, como si fuese una tonta de película, de ti. No sé porqué me pareció que eras diferente, y ves que no, eres otro que quiere meterlo y olvidarlo. Debo parecerte tortuosa, una tipa que complica lo sencillo. ¿Para qué dañar a JC si podemos hacer la fiesta sin que se entere? Eres bueno, eh, un chico excelente pero sin fortuna, como dice JC. Y claro, yo, yo vengo a ser algo así como una tipa sin alma, una puta enferma de Derrida que pretende embaucar a cualquiera. Pero no soy cualquiera, soy un chico listo, conmigo se jode, le dan las trece, jajá, no soy lo.... —Será mejor que te vayas Erica. —¿Eso es todo? Vaya fiesta más corta. —No quiero líos contigo, Erica –se había sentado en el rincón y me miraba con sorna—. Además, tengo ensayo, Piero pasará por mí. —Eso es patético –abrió las piernas cuanto le fue posible—. Sólo era meterlo aquí y punto. Nada de líos. —Erica, por favor... —Como se hace en Europa. Ah, y también las mujeres del grupo: es un ejercicio de relajación que calma el miedo escénico—estaba arrastrándose hacia mí con las piernas por delante, impulsándose con las manos—. ¿Eso querías, no? Entonces hazlo—se detuvo, yo estaba parado en medio de la habitación y ella abajo, con sus pies sobre lo míos. —¿Qué puedo decir? –pregunté imitando su tono pérfido y descompuesto y abriendo los brazos teatralmente—. Me tienes, estoy jodido. —Eres un pobre hijueputa, alguien te chupó el alma y escupió la cáscara, estás cagado de miedo, reseco—se tumbó bocarriba y empezó a moverse como si hiciera el amor con el Hombre Invisible—. Eso es, chico miedoso, mételo todo, hasta las pelotas, mételo, aaahhh—me desnudé y fui por ella, la sangre golpeaba mis sienes. La besé con ira y sin preámbulos se la emboqué y me sacudí con todas mis fuerzas contra el mojado vacío, una y otra vez—. Eso es, chico bueno, caramba, no lo haces tan mal, pega más fuerte, ¿es todo? Pega chico, pega—apoyé las manos en el piso y erguí el tronco sin dejar de golpear. Sus ojos parecían dos estrellas ciegas, había gotas de sudor en sus dientes, no paraba de azuzarme. El semen avanzó por oscuros callejones, traté de pararlo pero no pude (plos, plos, plos). Todavía me sacudí un poco empujado por la furia—. Es el final, chico—dijo con una voz extrañamente dulce. No sé cuánto tiempo duramos abandonados y jadeantes, inmóviles, como una larga mancha de asco y miedo sobre el piso frío mientras el tipo de la radio anunciaba Song Love de Bobby McFerrin. Mientras ella se viste, yo, apoyado en la ventana, miro hacia abajo. La lluvia es intensa y la gente corre, choca, se insulta. Por mi mente discurren cientos de escenas iguales: el mismo hotelucho con baño compartido al fondo de un sórdido pasillo donde siluetas nerviosas hacen turbios pactos, la misma habitación estrecha, los mismos libros regados por el piso, las misma paredes desteñidas y el raído maletín bajo la angosta cama, el mismo afiche de Paris-Texas que no resiste una despegada más, la misma mujer poniéndose mil bragas, ajustándose brasieres en una secuencia infinita, delineando sus cejas frente al espejito, prometiendo mil veces regalarme uno más grande. La misma lluvia, la misma calle con ratas gordas, la misma mierda en Barcelona, París, Charleville (para conocer la casa donde nació Rimbaud, que ya no existe y donde quedaba la sala hay un semáforo), Bogotá. Ella tenía razón, mi espíritu estaba reseco, mi picha había chapoteado en cientos de vulvas sin hallar fondo, sin encontrar lo que debe saberse antes de morir. Quizá había ido en la mala dirección, quizá Linterna verde había mentido. De cualquier forma, Erica había hecho una jodida variación de la escena, había dinamitado el encanto para siempre. No sabía si era amor (Dios me libre) o desaliento pero me dolía ahí, me dolía mucho. Entre las trepidantes notas de Dexter Gordon escuché sus pasos alejándose, la manera delicada como cerraba la puerta, sus pasos bajando la escalera y luego un espacio de silencio y allí está, justo debajo de mí, frente a la entrada del hotel, mojándose, dando pasos en uno y otro sentido, giros en mitad de la calle como si bailase con Dexter. Un transeúnte se le acerca, le ofrece el paraguas, ella lo rechaza, le susurro: estoy arriba, Erica. Tal vez te amo. No levanta la cara sino que se aleja entre la gente empujada por la ola, perdida de Dexter Gordon y de mí, dejándome aguijones en el cielo de la boca y una herida en el culo que todavía sangra. Thad Jones y Mel Lewis atizaban la peor noche de mi vida (y he tenido más noches malas que cualquiera). Tras Thad y Lewis vino Monk: la versión original de Round Midnight penetró mi carne como un filoso cuchillo. Monk quizá fuese menos ecléctico que Herbie pero a mi modo de ver era más peligroso: un asesino delicado. Las melodías y armonías de Monk suelen ser tan dentadas como esquirlas de explosión (había escuchado una tercera versión de ese tema grabada por Miles Davis y John Coltrane en 1955, era la más inofensiva y encantadora, y por ende la más popular). El piano de Monk parecía hablarme: qué puñetero eres, chico. No es necesario herir así para ponerte a salvo, y no me vengas con frases hechas, no puedes engañar al viejo Monky, me doy cuenta de que estás podrido de ella, te bastó verla para saber que algo iba mal, ¿qué demonios hace esta criatura en la pecera de este chupa morcillas japonesas? Pero como eres un tipo mundano tenías que dominar todo sentimiento inferior (porque ya me jodieron por eso bastante). ¿Ya sabes lo que solía decirme ese viejo zorro de Fats Waller?, decía: mantente lejos de una mujer lista, Monky. Una mujer con ideas sueltas es lo peor, chico, lo peor. ¿Y sabes qué? Hace rato que mandé a la mierda los consejos de Fats. Todavía parece estar en la ventana: una noche blanca llena de estrellitas negras, una noche hecha pedazos y el líquido de mi existencia rumbo a las cañerías. Monk concentra el veneno, no está dispuesto a ser blando, cierra con ritmo frenético todas las vías de escape, por suerte llega Art Blakey y pone cada cosa en su lugar con Every Things. A Erica le gustaba más la música oriental que el jazz pero compartía mi admiración por algunas leyendas, sobre todo Duke Ellington y The Marsalis. Una vez, mientras cenábamos en compañía de JC, había dicho que era una buena señal que me gustase el jazz. —¿Qué tiene de especial? —preguntó JC algo molesto—. Es sólo música de negros. —Es la música de aquellos cuyos sueños se han averiado—dijo Erica con ojos encendidos. —¿Y eso qué?—preguntó JC con la boca llena de carne molida. —Nada —dijo Erica—. Sólo que me gusta le gente así, no puedo evitarlo. La ciudad está desierta, lo apropiado para un fantasma, la lluvia es otra vez menuda, algo está roto en algún lugar y gotea, la habitación necesita una mano de pintura, la radio sigue emanando jazz, es un lujo, aun con rotos es fulgurante escuchar ese viejo tema de Sarah Vaughan acompañada, entre otros, por Gillespie. Yo tengo por costumbre hacer versiones libres de los temas que en otros idiomas me gustan, a una chica llamada Flop, que conocí en un bar de Barbes Rochechouart (y que más tarde editó un libro mío de poemas) le regalé la versión de ese tema: Es terrible cuando los sueños se hacen realidad/ cuando una ciudad se te incrusta dentro/ cuando un patán te roba el corazón/ A veces es mejor dejar los sueños tranquilos/ Es terrible porque los sueños tienen filo/ porque las ciudades sólo son dulces a lo lejos/ porque cualquiera puede sacarte del engaño/ A veces es mejor dejar los sueños tranquilos/ dejar que el agua corra. 
Cuando era niño tenía un sueño recurrente: un número escaso de cubos de hielo cayendo en altamar, pequeños cubos para acompañar el whisky flotaban sobre la inmensidad marina, se desleían lentamente bajo la blanca y redonda luna. Cuando le preguntaba a mamá el significado de aquel sueño, ella me aconsejaba no comer dulces antes de acostarme. Ahora comprendo porqué no me dijo la verdad, ahora sé en carne propia lo que sentían aquellos pequeños cubos.

jueves, 9 de junio de 2011

Los hábitos de lectura se crean en casa

Es sorprendente y preocupante el tipo de respuestas que se obtienen cuando se le pregunta a algunos jóvenes y adultos sobre sus hábitos y gustos al momento de leer. La razón de esta preocupación es que un porcentaje muy alto de esta población responde que no lee de forma habitual. (Según la encuesta nacional de hábitos de lectura en Colombia, el 31% de los colombianos no lee de forma habitual). Y cabe revisar las razones de este comportamiento, pues en su mayor parte la respuesta es que no les gusta leer.

Ahora bien, en nuestro diario vivir el leer es una actividad de suma importancia para mantenernos al día sobre los diferentes sucesos y avances de la humanidad así como para abrir la mente a otros puntos de vista diferentes a los nuestros. De la misma forma el hábito de leer nos permite, no solamente nutrir el intelecto si no también alimentar el espíritu con la amplia variedad de literatura disponible.

A nuestro modo de ver, es de suma importancia corregir esta apatía frente a la lectura, y dado que esta actividad es un hábito, pues debe ser cultivado desde edades tempranas (sin que esto quiera decir que en la adultez no se pueda cultivar el hábito de la lectura). Con esto en mente, les ofrecemos aquí algunas claves para inculcar el hábito de lectura desde edades tempranas.

Es necesario establecer que “leer” no se limita al simple hecho de interpretar las diferentes combinaciones de grafemas. Leer significa interpretar símbolos o imágenes; y entender el mensaje que otro nos transmite con las palabras y las ilustraciones. Por este motivo la estimulación temprana que genere vínculos entre el niño y la lectura se debe hacer incluso desde antes de que el pequeño empiece a hablar o este en capacidad de aprender a leer. Pues desde que nace tiene a su disposición la vista que es el canal de entrada de estos mensajes, que con la correcta orientación de los padres, serán comprendidos por el bebe.

El hábito de lectura debe construirse paso a paso.  Es importante que la lectura de libros sea una actividad normalizada y se incluya como parte de la rutina diaria, ya sea al despertar, por la tarde o antes de acostarse.  Es  una excelente estrategia como transición entre el juego activo y la hora de dormir.

El momento de la lectura debe ser un momento más de juego en el que el padre o la madre interactúan con sus hijos utilizando como pretexto el libro de cuentos.  Los padres deben buscar que este momento sea una oportunidad de genuino contacto, de atención completa para el niño y de estimulación de la capacidad lectora e imaginativa de este. Si los padres logran asociar los encuentros de lectura de sus hijos con sentimientos agradables, el hábito tendrá una fuerte carga emocional positiva y esto influirá en que sea fuerte y duradero.

Finalmente, sea cuidadoso al momento de seleccionar los libros que compartirá con los niños. Asegúrese de que su contenido sea educativo y envié los mensajes que usted considera adecuados para su edad. Tenga en cuenta que la narración debe ser sencilla al tiempo que debe aportarle vocabulario nuevo acorde a su edad así también las ilustraciones deben ser atractivas para los chicos.

Esperamos que estas sugerencias sean de utilidad y que día a día disminuyamos a su mínima expresión esa triste expresión “a mí no me gusta leer”.

domingo, 5 de junio de 2011

Un cuento para el FDS

HORACIO QUIROGA

Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 1878 – Buenos Aires, Argentina, 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista. Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza como enemiga del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.

La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que padecía de cáncer de próstata.


Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.

Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.

Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.

Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.

Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.

¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?

Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.

¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.

Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?

El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.

Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.

-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.

-¿Moscas?…

-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.

¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…

Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!

Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.

El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.

Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…

Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.

FIN